Análisis

Juan Rodríguez Garat

Almirante retirado

Trump y la OTAN

Es más probable que el ex presidente reelegido cayera en la tentación aislacionista y redujera la colaboración con Europa que provocar una guerra

El ex presidente de EEUU Donald Trump en un juzgado de Nueva York.

El ex presidente de EEUU Donald Trump en un juzgado de Nueva York. / Efe

Vivimos tiempos difíciles. La lista de conflictos abiertos en estas primeras semanas de 2024 es, cuando menos, preocupante. Y todavía puede empeorar. Voces muy cualificadas en Alemania, Suecia, Dinamarca o los países bálticos nos anuncian la posibilidad de nuevas aventuras bélicas de la Rusia de Putin. Si esa amenaza es hoy hipotética, alrededor de la guerra de Gaza se multiplican los frentes sin que, por el momento, parezca posible controlar la escalada en ninguno de ellos.

En un ambiente que, en los países más próximos a ambos escenarios, es claramente prebélico, nada tiene de extraño que crezca el miedo a la Tercera Guerra Mundial. No como algo inmediato, desde luego, pero sí como una posibilidad en esta década. ¿Es un miedo justificado? Veamos. Una nueva guerra global podría llegar por tres caminos diferentes. El primero de esos caminos es el de la agresión deliberada entre potencias nucleares, a sabiendas de que se corre un enorme riesgo, el de poner fin a la humanidad.

Una agresión así solo puede tener como origen un país como Rusia, Corea del Norte o Irán. En los tres coincide la capacidad nuclear –todavía no acreditada en Irán, pero con certeza a su alcance en breve plazo– y un régimen político que solo puede sostenerse en una huida continua hacia delante. Tendemos a creer que sus líderes, personas como Putin, Kim Jong-un o Alí Jamenei, son capaces de todo. Pero es un error. Son solo capaces de hacer lo que les interesa. Lo que ambicionan –y en eso no son tan diferentes de los demás– es el poder. Y los tres saben que una guerra nuclear es la manera más rápida de perderlo todo. El poder y la vida.

El segundo camino es el de la escalada inadvertida, la pérdida de control de la evolución de un conflicto de carácter local. No sería la primera vez que ocurre… o eso parece porque, si se tiene cuidado al analizar la historia, se presenta tal posibilidad como algo muy remoto. Los incidentes entre dos potencias han sido a menudo pretextos para comenzar una guerra, no verdaderas causas. No se trata, pues de un camino nuevo, sino de una variante del primero.

La prudente respuesta de Estados Unidos ante el ataque que causó la muerte a tres de sus soldados en Jordania es una demostración de que el presidente Biden no quiere una guerra. Ni siquiera pequeña. Pero eso ya lo sabíamos. Más tranquilizadora es la actitud de Irán, que se desmarcó de la autoría y ha impuesto cierta contención a los grupos que ellos controlan después de la tibia represalia de los EE.UU. Putin, por su parte, ya ni siquiera nos amenaza. Parece resignado a que la guerra de Ucrania se prolongue hasta que –el tiempo no se detiene y él tiene ya 72 años– el problema quede en manos de otro.

Hay, por último, un tercer camino. En realidad, el único posible: el de un grave error de juicio que provoque una guerra que nadie quiere. Un líder, como Putin en Ucrania, puede creer que se saldrá con la suya envidando de farol. Si su oponente tiene buen juego, querrá ver el envite y, como en el mus, puede llegarse a una situación en la que sea imposible dar marcha atrás.

Eso es, precisamente, lo que los buenos jugadores buscan en el mus: guardarse la mano ganadora y esperar el envite del contrario. Pero la vida real es diferente. Quien, como la Alianza Atlántica, tiene un juego ganador, debe mostrarlo. Ese es el fundamento de la disuasión. Por eso es un peligro que líderes como Donald Trump, ex presidente de los EEUU, pongan públicamente en duda la cohesión de la OTAN, hoy por hoy la mejor herramienta para salvaguardar la paz en Europa.

El locuaz ex presidente, siempre ávido de notoriedad, ha declarado recientemente que invitará a Putin a hacer lo que desee con las naciones de la Alianza que no cumplan con los criterios sobre gasto en defensa acordados en la cumbre de Gales, en 2014. Luego dirá que no hablaba en serio pero, como es lógico, la respuesta del presidente Biden y la propia OTAN ha sido contundente. Era preciso cerrar de inmediato cualquier duda que las palabras de Trump puedan haber provocado. Bien está que se exija a todos que, en momentos difíciles, estén a la altura de sus compromisos, pero no a la vista de un Putin a quien el líder republicano parece siempre dispuesto a lanzar un salvavidas.

Estas declaraciones son apenas un aperitivo de lo que oiremos en los próximos meses. Hay preocupación en los gobiernos europeos por la posible victoria de Donald Trump en las elecciones del próximo 5 de noviembre. Pero la opinión pública no debiera inquietarse más de la cuenta. En los cuatro años que estuvo en la Casa Blanca, el presidente republicano dijo muchas cosas que no gustaron, pero pocas las llevó a cabo. Sus palabras han hecho mucho por destruir la convivencia política en los EEUU y las relaciones con Europa, pero es justo reconocer que no ha provocado riesgos innecesarios ni ha llevado a su país al borde de un conflicto bélico o, incluso, más allá como alguno de sus predecesores.

Si fuera reelegido, Donald Trump no provocará la Tercera Guerra Mundial. ¿Qué interés podría tener en ello? Es mucho más probable que caiga en la tentación aislacionista, siguiendo su propio eslogan de “América Primero”. Pero, incluso si lo que ha dicho estos días sobre el reparto de cargas fuera justo, debilitará a la Alianza Atlántica. Y eso, por desgracia, no nos hará estar más seguros. La paz en el este de Europa tiene como mejor garantía la credibilidad de la OTAN. ¿Responderá unida, como dispone el artículo 5 del tratado de Washington, si Putin cruza la frontera de los países bálticos? De la respuesta que dé el propio líder ruso a esta pregunta depende el futuro de la humanidad. En un asunto de tal importancia, sería mejor que Trump no jugara con fuego.

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