Debe ser la aún cercana Navidad, que casi sus luces han convivido con los primeros vía crucis, que nos hemos contagiado. Las luces no son la Navidad, adornan la Navidad, aunque haga correr más ríos de tinta el ornamento que el propio fondo de la celebración. Hay ciudades que sufren un sarampión, una especie de “lucecitis”, compitiendo en ver quién pone más y más luces (sin saber exactamente qué se alumbra). En nuestras cofradías se está instalando una especie de “síndrome de alcalde de Vigo” que nos lleva a competir en lo superfluo. Si se han dado cuenta, nuestro arzobispo nos insiste una y otra vez, cada vez que puede, que no debemos fijar la vista en lo secundario, pero las luces son tan atrayentes y fascinantes que no podemos evitarlo. Somos como insectos atraídos a la luz de lo superfluo, de lo caduco. Terminamos compitiendo como los que rivalizan en ver quién pone más luces, o el árbol más grande, en vez de construir y cuidar entre todos el caleidoscopio maravilloso que es nuestra Semana Mayor.

Este artefacto se compone de multitud de colores que, por separado, cada uno, no tiene sentido alguno, pero juntos forman un acontecimiento inigualable. Alguno de esos colores sueltos puede tener la tentación de sentirse imprescindible o más importante, pero la verdad es, aunque alguno brille con luz propia, que mucha luz deslumbra y no alumbra. Quien lo niega quizá juega a ver con las luces cortas (sin importarle lo que venga detrás) o con las luces muy largas, para intentar deslumbrar al incauto, pero poco más.

La cuaresma, con sus luces y sus sombras, debe ser el vitriolo que todo lo disuelve. Así podemos ver, a todas luces, quién sabe alumbrar a los que tiene alrededor y quién trata de que los demás se fijen en sus luces, solo en las luces, porque no tienen otra realidad que mostrar. Tenemos que repensar lo que estamos ofreciendo al mundo. Si alumbramos o deslumbramos provocando que las miradas se dirijan a otros sitios más agradables y acogedores. Que no se diga que tenemos pocas luces.

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